Por: Rubén Gil
6 de febrero del 2015.- La opinión alrededor de la industria cultural es polémica. Si bien algunos comentan que la economía local y nacional podría verse beneficiada; hay quienes creen que perjudica al arte poniendo a la par la alta cultura con el show business. El conflicto con la industria cultural sería que produce en serie masivamente, basado en la repetición de lo más económico para que la producción sea más barata y llegue al público de masas. Su misión abarca la de cualquier otra industria. No obstante, expone Avelina Lésper, la cultura es un bien autoral, individualizado.
Incluso Horkheimer y Adorno sentencian en su ensayo La industria cultural, con el cual se comenzó a adoptar oficialmente este concepto:
“La industria cultural puede vanagloriarse de haber llevado a cabo con energía y de haber erigido en principio la, a menudo, torpe transposición del arte en la esfera del consumo y de haber liberado la diversión de sus ingenuidades más molestas y de haber mejorado la confección de las mercancías”.
Al industrializar se estandariza y se lleva a lo que el comercio concibe como “gustos masivos”, en relación con la ganancia que se obtiene. A Lésper le parece un acto demagógico llamar industrialización el crear versiones paralelas de espectáculos como proyecciones de cuadros de Rafael o Leonardo. Fenómeno que, señala, se da en la capital del país.
“Eso no es arte, eso es realizado por empresas de marketing, como una exhibición de Yayoi Kusama. Dentro de la demagogia que hay en el arte dicen que toda expresión cultural es válida, pero no toda aporta conocimiento a la sociedad”.
También se habla de dependencia del monopolio, del triunfo del capital invertido. Las empresas culturales no son sino negocios que se adscriben a la autodefinición de industria. “La participación en ella de millones de personas impondría el uso de técnicas de reproducción que, a su vez, harían inevitable que, en innumerables lugares, las mismas necesidades sean satisfechas con bienes estándares”, exponen Adorno y Horkheimer. Debido a que los dos frankfurtianos concibieron a la industria cultural como un efecto capitalista, se ha connotado negativamente a esta práctica, dando pie a interpretaciones pesimistas.
Por el contrario, en la apostilla escrita por Luis Ignacio García para la edición de La industria cultural, publicada por la editorial El cuenco de plata (Buenos Aires, 2013), se redime de toda negatividad:
“… la industria cultural no despliega un ‘caos cultural’ sino que más bien ‘constituye un sistema’, de modo que allí donde la crítica conservadora veía disgregación de los valores tradicionales en la cultura de masas, estos autores denunciaban la sistemática concentración y acorazamiento de una nueva lógica de dominio”.
Ni Adorno ni Horkheimer, en voz del analista, arremeten contra la concepción de la industria cultural, sino contra la manipulación del monopolio en una estructura dada para reproducir el arte y la cultura.
La mayoría de los productos responden en función de una demanda. No obstante, gran parte de los productos creativos son en función de una oferta. Esto se debe a la generación de valor a través de una cadena de producción, promoción y consumo. En el sector cultural, dentro de dicha cadena, la creatividad es el insumo básico antes de la producción. Para que los artistas triunfen en el mercado “no es necesario que se vuelvan empresarios”, acota Paulo Mercado, director de Industrias Creativas, “si no que entiendan cómo se genera un mercado a través de un programa de formación empresarial con características propias de la cultura”. Su objetivo es sensibilizar al sector sobre el peso económico que tienen actualmente.
Sin embargo, la cultura tendría que ser autosuficiente, capaz de generar sus propios recursos, según arremete Avelina Lésper: quien añade, a manera de conclusión, que se requiere de congruencia por parte del Estado.
“No pueden entrenar a la gente para que realicen servicios de bienes culturales cuando no son deducibles de impuestos. El Estado debería involucrarse y responsabilizarse. El consumo, comprar libros, revistas, un disco, ir a una obra de teatro, un concierto, una exposición, adquirir arte, debe ser deducible de impuestos para así generar un verdadero mercado. La alta cultura puede ser una industria sin necesidad de comercializarse ni ofrecer bienes sin calidad cultural. Siendo deducible se generaría un mercado social interno de gente que accede a bienes culturales”.
Cuestión de tiempo: la visión del arte en la historia
El sentido o significado del arte varía dependiendo del contexto secular. No fue sino hasta el Renacimiento, a finales del siglo xv, que el ser pintor o escultor “dejó de ser una ocupación como otra cualquiera para convertirse en profesión aparte”, según sentencia E.H. Gombrich en su libro La historia del arte. Fue esa misma época en la que la Reforma en Europa puso término al empleo de cuadros y estatuas en los templos religiosos, obligando a que el artista buscara un nuevo mercado.
No fue, sin embargo, hasta la llegada de los tiempos modernos, en el Siglo de las Luces, que el arte responde a nuevas premisas. Las ideas revolucionarias del hombre repercutieron en las artes, en primera instancia en la concepción de estilo. A pesar de ello, el sentido innovador se mantuvo constantemente en lucha con la tradición.
“En vez de trabajar para clientes particulares cuyos deseos comprendían, o para el público en general, cuyos gustos preveían, los artistas tuvieron que trabajar ahora para triunfar en una exhibición (galería) en la que siempre existía el riesgo de que lo espectacular y pretencioso brillase más que lo sincero y sencillo”, continúa Gombrich.
Con un nuevo objetivo, el de exhibir, el de promover, el de vender, el arte comienza a mutar en su producción hasta el siglo xx, cuando se inscribe a la industria.
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